Palabras sin maquillaje: Algunas reflexiones sobre Manuel Puig (1932 – 1990)
Jessica Sequeira
4 February 2013
PALABRAS SIN MAQUILLAJE, Algunas reflexiones sobre Manuel Puig (1932 – 1990)
Hoy, en un momento de postergación mientras escribía un ensayo para un curso en la universidad (un curso que es, a su vez, una forma de postergación avanzada para evitar el próximo paso de la vida) me puse a mirar una serie de entrevistas en Youtube con el escritor argentino Manuel Puig. Se habían transmitido en el año 1976 por el programa de televisión española ‘A Fondo’. El presentador, Joaquín Soler Serran, lleva un traje elegante y se apoya en su silla con una pierna cruzada sobre la otra. Puig se sienta al otro lado de la mesa; parece muchísimo menos cómodo. Suda mucho. La cámara se acerca y aleja de una manera extraña antes de enfocarse en su cara, de muy cerca.
Mientras miraba, recordé la primera novela de Puig que leí: El beso de la mujer araña, o en inglés The Kiss of the Spider Woman. Lo encontré en el aeropuerto de camino a Inglaterra, donde me iba para estudiar en un intercambio estudiantil. La copia era muy mala, de bolsillo, con una de esas fotos de la adaptación cinematográfica en la tapa, una araña gigante que me provocó un poco de vergüenza ajena. En cuanto a la trama misma, no me acuerdo que me impresionara mucho. La estructura era interesante, al igual que la alternación de voces, pero en su totalidad me pareció bastante rara, y sentí que existía un elemento fuerte de alegoría política que no entendí en ese entonces. Terminé el libro, lo reemplacé en mi valija, y comencé con más comodidad una novela de Colm Tóibín.
Desde entonces, he llegado a apreciar muchísimo las obras de Puig. Pero estoy convencida de que una gran parte de mi incomprensión inicial fue precisamente el hecho de que leí al escritor traducido. Así sus palabras perdían su brillo. Quien pueda leer estas páginas y descubra a Puig por primera vez, en su prosa gloriosa y de profunda emoción, tiene gran suerte. Porque tan íntimamente es su obra ligada al vernáculo argentino, que separar su trama del idioma sería como separar la yema del huevo sin romper la cáscara.
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Mi segunda tentativa con Puig fue con una versión original. Me crucé con Las Boquitas Pintadasmientras que escribía un artículo para un diario en Buenos Aires sobre las novelas rosas, o románticas, de la capital en principios del siglo XX. En su estudio El imperio de los sentimientos, Beatriz Sarlo señala a la novela de Puig como una interpretación valiosa de la tradición. Admito, sin embargo, que no fue sólo eso que me convenció de invertir mis esfuerzos en esa cabezota de prosa. Por razones personales, quería —necesitaba— entender cómo la gente de la ciudad pensaba en el amor. Para mis instintos literarios, tenía perfecto sentido que un libro de los años 60 podría contestar mis preguntas y resolver mis problemitas romántico-culturales de la actualidad.
Leí el libro en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue una lectura que me costó mucho. Puig trafica con el argot de su país; escribe en las palabras que usa la gente de un cierto estrato social, de una época particular y de unas partes específicas de la ciudad. Seguramente no llegué a comprender ni la mitad de la jerga o de las frases hechas. Por un rato quedé con el diccionario abierto al lado; después lo olvidé y leí saltando con los ojos, mi retención de los acontecimientos apenas era suficiente para que las cosas retuvieran su sentido esencial. No sé si haya encontrado en ese libro lo que buscaba, pero para mí las frases brutales y directas tenían una fuerte atracción.
La traición de Rita Hayworth la leí en ratos libres en Inglaterra el año pasado, cuando volví para una maestría. Aunque mi dominio del castellano había mejorado a brincos, igual tardé mucho en terminar de leerla. Al principio leía lentamente, más interesada en conocer gente a mi alrededor que en leer una novela que no era aún un requisito de mi curso. Pero vino súbitamente el frío del invierno inglés, con una nevada fuera de temporada. La casa donde pasaba mi tiempo no tenía la calefacción puesta para ahorrar dinero. No quería aún pensar en salir. Así que me senté en un sillón rojo con medias largas, bufanda y abrigo, empapándome en el idioma de mate agridulce de Puig.
Entonces tuve mi momento de comprensión. Bendecí al autor por su estilo, un estilo de que nunca seré capaz de emular. (Sería una cosa de gran artificio, penoso de leer, como los intentos de los escritores neoyorquinos en EE.UU de imitar la lengua vernácula del Sur.) Reconocí el ritmo del hablar y me puso nostálgica por Buenos Aires. Cuando leí las palabras en voz alta, me sentí menos forzada por la estructura de mi idioma, la maldición de todos que aprenden un otro idioma. Quizá por eso la entrevista con Puig me tocó con tanta fuerza. Él también había aprendido otros idiomas, había intentado escribir en ellos. La verdad es que fue un fracaso por completo, no por falta de vocabulario, sino por falta de sentirse adentro del idioma mismo. Su alma fue atada inextricablemente a la Argentina.
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Puig nació en 1932 en General Villegas, un pueblito ubicado en la desolada región de la Pampa Seca argentina, donde el agua existe para pocos mechones de pasto y la vida se mueve a la velocidad de las nubes. Iba al cine con su madre, una italiana que nunca pudo acostumbrarse a una vida de tal escala. Los dos se volvieron fanáticos por Hollywood. Iban a ver todas las pelis, hasta el punto en que Puig empezó a confundirse: el mundo afuera comenzó a parecer irreal y el mundo del cine lo real. Las estrellas norteamericanas tenían una energía hechizante sobre la pantalla; en el cine en blanco y negro de esa época, la piel y el pelo emitirían un tipo de resplandor, una suavidad que acompañaba divinamente la distorsión del sonido de fondo.
Para la escuela secundaria, Puig se traslada a Buenos Aires, pero odiaba la ciudad. No era Hollywood, que, sin considerarlo muy bien, había sido su expectativa; fue un bastión de pretensiones y de ‘prepotencia’. Más tarde se muda a Europa, donde comienza su carrera en Roma como cinematógrafo, guionista y ayudante de directores famosos, tal como David Selznick y René Clair. A pesar de su aparente éxito, no fue el gran momento de felicidad que había esperado. Tenía dificultad en creer que estaba realmente cara a cara con la gente de haute-monde, vista tantas veces en los créditos de las películas. Tenía problemas escribiendo en otros idiomas, sobre todo en inglés, con el que todo lo que salía de su pluma le parecía una transcripción mala de una película vista en su infancia. Tenía problemas constantes con el dinero, que parecía deslizarse entre sus dedos. El trabajo era irregular: traducciones y guiones esporádicos.
En desesperación, a los treinta y pico llevó su pluma, al reverso de papel usado para otros trabajos, para escribir en su propio idioma. No sólo en castellano, sino en el castellano suyo, el rico idioma del barrio, el lunfardo de los gánsteres, la charla de fútbol de los pibes, el chisme quetortadivina de las madres, los dolores de amor de las chiquilinas. Dio a cada uno de los personajes que había conocido en su juventud un monólogo en su propia voz. Explica en la entrevista que infelizmente para su carrera en el cine no tuvo una buena memoria, pero podía retener voces sin problema en su tono particular de hablar.
Y por fin las cosas salieron bien. No estaba tratando ahora de describir las pampas de Yorkshire, como lo pone en la entrevista. Las voces eran convincentes y genuinas, eran personajes que conocía. En ese momento se dio cuenta que su carrera en el cine había sido un ‘error’. Se trasladó otra vez, a Nueva York, donde empezó a trabajar para Aerolíneas, un trabajo con horas fijas, para ganar el pan y el tiempo de escribir. Otra vez se encontró un nuevo ambiente, con todas sus confusiones. Puig, con su nerviosismo y su apellido llamativamente catalán, puso su cabeza abajo. Cuatro años después se publica su primera novela, La traición de Rita Hayworth.
La historia de su éxito después, en particular tras el lanzamiento de su libro Las boquitas pintadas, no la voy a contar. Pero en ningún punto podría Puig lograr la confianza que, supuestamente, todos los escritores grandes pueden lograr. Siempre se sentía medio rústico, medio paleto.
Uno puede ver su nerviosismo durante la entrevista. Tiene cuatro novelas de pie en la mesa, un trabajo macizo. Tiene todo derecho de estar muy orgulloso, seguro de sí mismo. Pero es completamente lo contrario. No puede aún contestar la primera pregunta del presentador, por nervios. Cada vez que trata de encender un fósforo para fumar, no lo logra, como si hubiera ido a nadar con sus fósforos en su bolsillo justo antes de venir. El presentador le ayuda cada vez, la última aún con el comentario: ‘Usa los míos que nunca fallan.’ Puig sonríe nerviosamente, mostrando dientes chiquitos, bien afilados. Habla arrastrando las palabras. Cada cosa que dice es muy lenta, muy completa. Y muy honesto, honesto al punto del dolor. Su cigarrillo se consume, hasta casi quemar sus dedos. Se da cuenta justo a tiempo y lo extingue para pasar al próximo.